[Lumpen de César Cabello]. Por Gastón Carrasco Aguilar

Gastón Carrasco Aguilar (Santiago, 1988) escribe sobre Lumpen (Tacto Editorial, 2016) del poeta César Cabello.

Lumpen de César Cabello

Una idea interesante del lumpenproletariat es la de obtener aquella parte de la riqueza social solo por medio del robo, la caridad o el desecho de otras clases. En cierto sentido, el poeta se apropia de la vida de los otros, sus experiencias, sus palabras. El poeta se encuentra necesariamente en el margen del margen, sea robando versos a otros poetas o saqueando bibliotecas ajenas. El punto de conflicto está en que el marxismo considera al lumpen carente de conciencia de clase y, por ende, susceptible de servir a la burguesía. Ahí es donde el poeta, consciente de su lugar de clase, no puede servir de apoyo a la burguesía porque su materia, la palabra, no estaría sujeta a intercambio ni transacción en los términos del mercado.
En Lumpen Cesar Cabello escribe en torno a la (a)filiación al trabajo, el territorio, la familia y los valores del subproletariado. Desde el primer poema “50 Aniversario de la Población Sta. Olga, Lo Espejo” se establece el marco afectivo-territorial del libro. Con cierta mirada de desencanto, pero con sentido de pertenencia, sin rechazo ni épica, el poema se vuelve casi un testimonio:
Celebro la sombra de mi infancia en una toma de terrenos,
al grupo de niños con el que jugábamos a explorar
la fábrica abandonada, el hospital inconcluso,
las fronteras de los aeropuertos.
Los lugares que van surgiendo, el cementerio, la panamericana; todos lugares que resuenan a otro tiempo en cierto sentido, otra época y otra épica, marcada por la posibilidad incierta de la utopía, como en el poema “Casa con bandera chilena”. El territorio se engarza con el trabajo, con sujetos que levantan sus propias casas y protegen a la familia de la noche. En “Mano de obra”:
Esta casa tiene la forma de sus manos,
la estatura media del hombre derrotado bajo la puerta,
por donde solo pasa él y su voz sombría: albañil, cadáver
despedido por una familia numerosa.
De esta relación de territorio y trabajo surge una ética o estética del lumpen, en el fondo, un posicionamiento respecto al margen, la disputa de una porción de tierra y de un espacio ideológico. Pienso en esa disputa y en la pérdida, por ejemplo, en el proyecto inconcluso detrás del elefante blanco, el ex hospital Ochagavía, y su actual destino como complejo de oficinas y bodegas en arriendo. Ese lugar perdido de la memoria que ahora se transa en el mercado.
Pienso en los kilómetros de eriazo alrededor de las líneas férreas, los kilómetros de torres de alta tensión, la yuxtaposición de viviendas sociales, tomas de terrenos, blocks, más terrenos baldíos, animitas tan grandes como parroquias o esas mismas viviendas sociales, donde puedes sentarte y rezarle a los santos locales (la de Av. Central con 13 sur me parece es la más grande). Pienso en los kilómetros de Feria libre (en Av. Salvador Allende), la más grande de Latinoamérica según gusta decir en el barrio, en la yuxtaposición de parroquias católicas, templos evangélicos, pentecostales y gimnasios precarios (otra forma de religión), además de la instalación reciente de iglesias protestantes haitianas, atestadas de mujeres y hombres trajeados con las mejores pintas.
Es en este punto donde cobra sentido el testimonio, el relato o ese “arte de pobres” donde la infancia es contraste del presente y donde las manos son suficientes para horadar la piedra. En “Mi padre, de pie, sobre un motor Volkswagen de 2 cilindros” el hablante se despide de las carrocerías de autos abandonadas, de los poemas, del país y de sus capataces, del padre mecánico y sus obreros iletrados. Se despide en parte porque el territorio, el trabajo, la propia condición del sujeto ha cambiado:
volverá a mí el júbilo cuando regrese
al polígono industrial vacío,
junto con ese grupo de hombres
que exige las restitución
de sus puestos.
Como brotes de maleza, los sujetos marginados van apareciendo en el conjunto: Carlos Manuel Vergara Santelices, camionero devenido albañil, Pedro Rafael Hidalgo, pintor de brocha gorda que se avergüenza de su puesto de trabajo, mujeres y sus máquinas Singer, jardineros, cesantes, todos oficios menores que resisten (a penas) el paso del tiempo. Así también Marcos “Marcola” Camacho, jefe de la banda carcelaria de Sao Paulo denominada Primer Comando de la Capital y su respuesta ante la pregunta “¿Qué cambió en las periferias?”; parejas que copulan en el Cementerio Metropolitano y vagabundos que se masturban al mirar la escena. Todos sujetos asociados a un linaje oscuro, paridos en medio de un ajuste de cuentas, situados en esa zona muerta que no aparece en los expedientes. Como esos hombres baleados que entran custodiados por la policía a la sala de espera de Urgencias del consultorio Dr. Julio Acuña Pinzón. Pienso en sus ojos desorbitados por la droga y el dolor, en sus intentos de escape a pesar de las balas, en los gritos, en el vagabundo que despierta bajo las bancas, molesto por los ruidos.
Poco a poco asistimos a la transición de la cuestión testimonial a lo ficcional, quizá la única forma de mantener viva la filiación (que luego aparece como un lugar imposible, destruido). La violencia se agudiza, es más, la violencia parece ser el único lente capaz de traducirnos ese espacio estanco en el tiempo. El hablante entonces adopta los ropajes de la novela de formación o aprendizaje (deformación en este caso)* y nos presenta el nacimiento del delincuente, el aprendizaje de los códigos del hampa, la impresión de las consecuencias de sus actos en la piel y su alejamiento de la ley y normalización de los sujetos. El espacio del encierro, la reclusión, parece ser el espacio donde se profesionaliza y perfila mejor la carrera delictual. Surgen los barrotes, los carteles y las normas internas. Todo se vuelve irrespirable:
Si tenemos suerte, amanecerán colgados
de la parte alta de los camarotes.
Los sujetos de este libro se ven en la necesidad de atender las necesidades primarias, restringirse a lo básico (comida, techo, etc.). Esa vida sujeta a lo práctico (cual Robinson Crusoe) se ve amenazada, en la segunda parte del libro, cuando los otros invaden y cuestionan esos modos (básicos, prácticos) de vida. La moral, la ley, comienzan a surtir efecto en el comportamiento de quienes se mantenían anónimos en el margen. Cuando se los saca de su sitio y se los restringe al metro cuadrado de sus celdas parece no haber reflexión que sostenga la situación. Sin embargo, estos reos, mientras caminan de un lado a otro en los patios reflexionan sobre sus crímenes, sobre sus familias, sobre su lugar en el engranaje social, como el canero viejo y toda esa variopinta comunidad de mujeres que esperan, hijos de huerfanías temporales, carceleros (víctimas y victimarios) quienes:
Están del lado de los cerdos y de los capataces,
de los dictadores y de los árbitros de futbol.
Nunca opinan, pero de noche, antes de dormir,
repasan sus castigos sobre un potro de tortura.
Estos poemas demuestran la capacidad de Cabello de indagar en un espacio complejo de definir y representar, visto muchas veces desde afuera, parcialmente, desde la anécdota, con lentes que poco ayudan a entender y solo distorsionan la mirada. Lumpen es capaz de transmitir la experiencia de despojo absoluto de estos sujetos, pero también sus prácticas, códigos, lenguaje y vida en comunidad. Incluso una leve idea o noción de orgullo y pertenencia, de reconocimiento y resignificación de un espacio compartido entre familias y delincuentes, familias de delincuentes, delincuentes sin familia, etc. Un espacio mínimo, una población a la cual se vuelve, donde la vida funciona a duras penas, pero funciona, aunque algunos quieran sitiarla o incluso bombardearla. En parte, es el límite, el margen (Límite urbano es incluso el nombre de una calle y, más allá, hacia el sur, está el barrio chino, una periferia dentro de la periferia).
La invitación a leer y recorrer queda hecha:
Dobla hacia el poniente en Cardenal Caro.
Sigue cinco calles hacia abajo.
Habrá hombres esperándote en los callejones,
ancianos jugando ajedrez,
mujeres que transportan ollas con comida
de una vivienda a otra.

Gastón Carrasco Aguilar (Santiago, 1988). Ha publicado El instante no es decisivo (LUMA Foundation, Zurich, 2014 / Balmaceda Arte Joven Ediciones, 2014), View-master (Cuadernos de poesía, 2011 / Ajiaco Ediciones, 2016) y un adelanto de La soledad del francotirador por la fugaz y extinta nanoeditorial Nudo de globo (2016).

Nota
* Una “ContraBildungsroman” o anti novela de formación, concepto interesante acuñado por Grínor Rojo que podría sernos útil, a partir de su artículo “La contraBildungsroman de Manuel Rojas”. En REVISTA CHILENA DE LITERATURA. Sección Miscelánea/ Noviembre. 2009.

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