[Oscilar entre la poeta y el disfraz. Reflexiones sobre el poema “17” de Gisselle Caputo]. Por Christian Kent

Christian Kent (Asunción, 1983) nos escribe sobre 17 (El Guajhú Ediciones, Asunción, 2016), publicación de la poeta Gisselle Caputo, nacida en Buenos Aires, Argentina, en 1986, pero que, desde 1991, vive en Asunción del Paraguay. Es Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de Asunción. Publicó, además, el poemario Batel (Felicita Ñembytense Cartonera, Asunción, 2008). Desde el 2013 integra el equipo editorial de la revista literaria El Guajhú.

Oscilar entre la poeta y el disfraz. Reflexiones sobre el poema 17 de Gisselle Caputo

El disfraz de secretaria pone a la poeta de 17 a salvo de la desconfianza y a la vez en la privilegiada posición de testigo. Es el doble juego del disfraz, o de la máscara, que en la medida que muestra (secretaria), también esconde (poeta). Así como puede verse con sospecha la presencia del poeta entre nosotros -al decir de Jorge Teillier, “sobreviviente de una perdida edad, un ente arcaico”- la poeta/secretaria observa los valores del mundo que le rodea con igual suspicacia.
así han de pasar los días:
efímeros para mi ser
de secretaria que intuye
que las oficinas
son oficinas bélicas
donde duermen, atroces,
los cobardes de la patria.
“Las oficinas”, el escenario donde transitan los primeros poemas, se presentan como un espacio bélico, donde tiene lugar una guerra intrascendente, desprovista de toda moral, que es la batalla del día a día. Esta guerra es protagonizada por “los cobardes de la patria”, que lejos de mostrarse activos, o movidos por alguna clase de ideal, están dormidos: rendidos a la inercia de los días que pasan. En este juego neurálgico y a la vez insustancial se construye la dicotomía poeta/secretaria, que es, a mi parecer, donde radica el valor de este poemario.
Es curioso cómo, en el segundo poema, el sujeto, en su dimensión de poeta, se define a partir de una negación: “No soy esa hermosa persona que escribe poesía (…) No soy la puerta que da un mundo propio, / rico, único o apetecible”. Puede verse que, como casi toda dualidad, ambos términos se suponen, se contaminan, antes que excluirse. No podría pensarse que no exista una relación esencial entre la poeta y la secretaria o que esta última sea apenas el ropaje triste de un sujeto poético que contiene todos los ideales intactos. Más bien, la poeta representa en su imaginario toda la desilusión, el pesimismo de ese universo enfrascado en el que transcurren los días de la secretaria.
Soy ese llanto,
el paso del tiempo vomitándose por dentro,
revolviéndose en la nada.
Sigue uno de los poemas más bellos del libro, “la tarde”, en el que llega el tiempo de sacarse “el disfraz de secretaria y todo empieza a germinar”. El fin de las horas de trabajo parece inaugurar un tiempo de esperanzas, de liberación, pero enseguida nos asiste el desengaño; esas flores que germinan son “flores venenosas en invierno”, una nueva prisión, una falacia: la del “tiempo libre”.
Debajo del traje se manifiesta un cuerpo mecanizado, compuesto por los cables, enchufes y lamparitas de la oficina. El sujeto llega a la conciencia de que su propio ser es una extensión de aquella cárcel, que más que un perímetro físico es un límite ontológico (no quisiera decir psicológico). Y, entonces, esa esperanza de “libro a medias”, de “está todo bien”, deviene en desencanto: “de tanto mentir”.
(…) se manifiesta, de pronto, en misteriosos secretos
y a cada extremidad le crece un cable
a cada nervio un enchufe,
una suavidad de pesadilla reveladora,
un almívar (sic)* de lamparita,
de libros a medias,
de “está todo bien”
de tanto mentir
En los últimos dos poemas de la serie “Oficinas”, el tono del hablante se vuelve regular, uniforme. Nos sitúa en la monotonía, cadena eterna en que tienen lugar las “cosas ínfimas”, los ritos vacíos de todos los días. En el poema “el café”, vemos además que estos minúsculos gestos de la vida ordinaria se transforman: no en algo mejor, no se “romantizan” ni cobran sentidos cruciales, sino que se distancian, se desentrañan en la mirada siempre desconfiada, alterada, de la poesía. El universo de lo común reaparece como algo singular, irreconocible.
Pero, de pronto,
llegando al último escalón
el café no es café
es un brebaje extraño
hecho de migas, hojas de otoño
y algo de soledad
Mientras que en el poema siguiente, “cositas ínfimas”, se reconoce que “lo esencial está en las cosas / que viven en vos”, es decir, que lo fantástico es aquello que se mira con ojos nuevos, o bien, que la poesía es una experiencia transformadora en tanto que nos enseña a mirar, en aquello que es siempre lo mismo, el milagro.
El segundo capítulo reúne cuatro poemas bajo el título de “cotidiano”. Aquí el espacio de las oficinas se abre a uno más amplio, el de la ciudad, que aunque más extenso se presenta de igual manera opresivo, controlado y hasta agresivo. En el poema “martes”, la mirada del sujeto sigue los pasos de los actores de la ciudad -del funcionario, del canillita, de los escolares-, que dibujan el círculo de la rutina. No es solamente la configuración del espacio el que restringe sino también la propia noción del tiempo, la idea de estar confinado a un destino que sigue su propia cola. Mejor lo dice Giselle Caputo: “tienen el color pendular de la monotonía”.
En el poema calles, también entre mis preferidos, aparece otro tópico recurrente de la cuestión urbana: la soledad, la incomunicación.
y nos separan con violencia,
fueron diseñadas con la intención siniestra
de sabotear el destino de dos caminantes
cuyo designio es encontrarse
Se intuye un plan siniestro en el diseño de la ciudad, con el objeto de desencontrar a las personas, de sumirlas en soledades “más salvajes que nunca”. Si las oficinas son el refugio de los cobardes de la patria, las calles, o bien las ciudades mismas, son las trampas. Pero a la vez, estas mismas calles que desarticulan el designio del encuentro, nos proporcionan una esperanza: las esquinas.
En el capítulo “invierno”, particularmente en el poema medianoche, aparece también “la casa” como un espacio de confinamiento: las puertas son las trampas que prometen la ilusión del escape, o del regreso, las ventanas son “bocas hambrientas” y los ojos de las hornallas son ojos que apuntan hacia la nada. Así también el departamento, el sitio de la independencia, aparece como “un agotado campo de batalla”.
Habitar es siempre una errancia (errar, error), deambular sin encontrar un espacio o un tiempo que pueda llamarse propio.
Recordemos que ya el mismo sujeto es una ambivalencia (secretaria/poeta) y que el lenguaje es una realidad fragmentada, apenas una ruina semántica incapaz de comunicar la experiencia de lo real: “quedan despojos / y palabras mudas que laten / todavía en nuestras bocas / como latigazos o disparos”. Habiendo dicho esto, escribir, vivir, habitar son signos de un constante desplazamiento sin aparente dirección: llámese “garabatos de loco” o “impresiones borrosas” o “un laberinto imposible de preguntas que prometen la felicidad”.
En todo este azaroso movimiento, en el que el destino de las personas parece apenas un capricho del absurdo, uno se encuentra con un poema intrigante, que parece darnos una pista importante de cómo “oscilar entre el asombro y el vacío” o, leo yo, entre la vida y la poesía, entre la poeta y su disfraz.
impresiones

Nos maravilla la elocuencia de la naturaleza,
queremos volver a la tierra,
al mar,
a reptar como seres primarios,
fundamentales o vanos al fin,
como huevos de dinosaurios
olvidados en un descampado.

Queremos mercernos entre cerros y acantilados,
(ahí donde se ocultan y multiplican
los pasadizos secretos de la felicidad),
mirar nuestros cuerpos solos y únicos
oscilando entonces entre el asombro y el vacío,
resonando como un rasguido de guitarra
amarillo tardío o quizás indeleble


Nota
* No creo en los errores, me parece una bella casualidad.

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