[Milli. A partir de Manchas de agua de Roy Sigüenza]. Por Víctor Quezada

El pasado miércoles 27 de julio en la ciudad de Arica, Chile, se realizó el lanzamiento de la antología de la obra del poeta ecuatoriano Roy Sigüenza (Portovelo, 1958). La presentación de Manchas de agua (Cinosargo, 2016) se enmarcó en el V Festival Latinoamericano de Poesía Tea Party, organizado por Daniel Rojas Pachas, en el que participaron más de veinte poetas de Bolivia, Chile, Ecuador, Perú y México.
El siguiente texto fue leído en dicha oportunidad.

Milli. A partir de Manchas de agua de Roy Sigüenza

I
El trabajo de concebir un libro como un objeto del cual se pueda dar cuenta de forma más o menos extensiva –lo sabemos- puede conducir a una especie de hastío; de hecho, no hay un acto más deprimente que concebir al texto como un objeto del intelecto, según el decir de Roland Barthes (1989). La cuestión es que –más acá de la “profesionalización” de la lectura- leemos en busca de aquellos “aciertos expresivos” que justifican, a veces, la vida de hombres y mujeres, ciertos destellos o fulgores que –muchas otras- justifican nuestra vida de mujeres y hombres que escriben, opacados por los parpadeos incesantes del habla técnica, hipercodificada de la cultura contemporánea.
Una breve frase bella, una secuencia de palabras, “esa manera provenzal con que Sade decía milli (‘mademoiselle’) Rousset, o milli Henriette, o milli Lépinai”, pero también algunas imágenes, la notación de lo fugaz, semejanzas, destellos y vibraciones insospechadas pueden justificar una vida completa o, al menos, hacerla vivible, para algunos.
Pero no escribimos o leemos (solamente) en busca de esos centelleos que, al fin y al cabo, no señalarían más que una u otra superficie de inscripción. Leemos en busca de una cualidad más profunda, de una pasión o de un placer más profundos, los que surgen allí donde “una coexistencia ocurre”. Contra el aislamiento, practicamos estos deportes solitarios en pos del encuentro con aquellos amigos, ya invisibles, ya desconocidos, de los que Borges o Cocteau nos hablaran en el pasado:
La vida del escritor es una vida solitaria –dijo Borges-. Uno cree estar solo y al cabo de los años descubre que está en el centro de una especie de vasto círculo de amigos invisibles, de amigos que uno no conocerá nunca físicamente, pero que lo quieren a uno y eso es una recompensa más que suficiente. 

Estos dibujos y estas notas –escribió por otro lado Cocteau- van dirigidos a los fumadores, a los enfermos, a los amigos desconocidos que los libros reclutan y que constituyen la única excusa para escribir.
Sin embargo, esos amigos invisibles que lo quieren a uno, esos amigos desconocidos que los libros reclutan no viven solo allí –como pareciera desprenderse de estas citas- en torno a los libros, en ese hipotético espacio que, fuera de ellos, pudiera definirlos como sujetos civiles o biográficos. Estos amigos son la materia misma de los textos que amamos, esa cualidad profunda que constituye el placer de leer, la pasión de escribir, el lugar donde una coexistencia (a saber, una relación amistosa, una comunidad) ocurre.
En el prefacio a Sade, Fourier, Loyola (1971), Barthes insiste en esta cualidad que hace resplandecer su concepción del placer del texto. Escapando a la sociología de las prácticas de consumo, a las sublimaciones ingenuas de la cultura ilustrada y los idiolectos de la teoría, el placer que emana de los textos que admiramos viene a incorporarse a nuestra vida diaria como la posibilidad de habitar esos lenguajes que la escritura de los otros funda, como posibilidad de participar de la comunidad de los ausentes (“nuestros muertos, de quienes solo nos separa el tiempo”. Link, 2009) donde podemos leer el amor y la muerte de manera más certera y, a la vez, descubrir la felicidad de la escritura.

II
En Cuatrocientos cuerpos, libro en el que elegí centrar mi atención, pero que forma parte de Manchas de agua (Cinosargo, 2016), selección poética de la obra de Roy Sigüenza, creo encontrar ciertas figuras –luminosas, resplandecientes- que parecen querer mostrar esta pasión de la que venimos hablando, ese placer que se abre a la experiencia de la dicha, a la felicidad de la escritura.
Pero, ¿en qué consiste ese placer? Ya lo habíamos adelantado: en aquella red de relaciones amistosas por las que nos ofrecemos a la lectura, y la escritura de los otros –los ausentes, esos amigos desconocidos- se nos ofrece asimismo haciéndose parte de nuestras vidas. Ahora bien, ¿cómo sobrevive la escritura de los otros en lo que leo y escribo? ¿De qué manera se expresa en la propia escritura (de Sigüenza)? Principalmente a partir de fulgores, chispazos, centelleos en los que se des-cubre la dicha. Una dicha que, es cierto, quizás no exista más que allí donde aparece, fugazmente, para perderse de manera definitiva. Habría, en este sentido, cierta fatalidad en esa voluntad de leer, de hacerse partícipe de esta dicha inaccesible en su presencia abierta pues nos sería vedado experimentarla en su plenitud e incorporarla como vivencia, propia y pública:
Perro de la dicha. A Tennessee Williams (fragmento)
Alguna vez, despierto en la noche, aceptaste que lo único que ambicionabas en este mundo era ir por ahí de la mano de tu amante, feliz de ser tú y él (…). Pudiste salvarte de la tiranía de ese impedimento malsano donde se te hubiera ocurrido: en el hall o living de cualquiera de los hoteles de lujo donde, por dinero o fama, se les permite muchas cosas a sus huéspedes, aunque a lo mejor conociste la dicha –así, en privado-. Tú la querías abierta en la calle, consumida por el mismo deseo que te arrastró tantas veces a tomar Martinis y coger cannabis o coca en los barrios del Gran Camino Blanco.
Sin embargo, podemos también pensar que la dicha no es sino eso que aparece resplandeciendo para desaparecer, ese algo que solo se puede experimentar a través de la fugacidad del fragmento donde el texto se abre a la escritura de los ausentes, a partir del corpúsculo de luz que, apagándose, ilumina un conjunto de relaciones amistosas por las que se hace también visible su manera de manifestarse: la reverberación que persiste más allá del instante dichoso. Es la imagen del mar tan presente a lo largo de todo el libro: el camino estrellado de la luna que le otorga cuerpo al agua ennegrecida y nocturna que es a la vez lecho, refugio y exclusión:
Marina
Estrellas en sus manos,
en su cuerpo oro.
Va él a la orilla del mar.
Después,
eso es: un fruto de la dicha
una respuesta feliz
que se tiende en la arena de la playa.
Y es el cuerpo de quien se ama (con Barthes diríamos el cuerpo “de quien ha sido amado”) el que resplandece, pero también es la belleza de esos otros tantos “jóvenes cuerpos” constelados que son la fuerza que hace “que el agua vaya y vuelva”. O ese amor supremo, sin objeto, que permanece intacto en la escritura:
Epitafio para la tumba de W. H. Auden (fragmento)
Peregrinó por el amor
(desconfiaba un poco de sus hallazgos, era cierto)
hasta su último día,
aunque supo que solo en la poesía lo encontraba
(siempre intacto).
El placer, la relación amistosa con los ausentes, esos amigos desconocidos (Auden, Kavafis, Genet, Mishima, Tennessee Williams…, también esos otros tantos amantes), implica una sobrevida, una persistencia –parecida a la de la fotografía donde los ausentes siempre están volviendo a manera de imagen-, una persistencia, decíamos, que se manifiesta en el fulgor del instante que, mostrándose, hace visible la reverberación de un conjunto de relaciones, esa constelación en la que vivimos, leemos y escribimos en compañía de “nuestros muertos”, aquellos a quienes hemos amado y de los que, insisto, “solo nos separa el tiempo”.


Bibliografía
Barthes, Roland (1989 [1970]). Sade, Fourier, Loyola. Berkeley, Los Angeles: University of California Press.
Link, Daniel. "La comunidad de los ausentes". Revista Ñ. 15 de noviembre de 2009.

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